domingo, 10 de febrero de 2013

Aquellas mujeres.




No me gustan los mítines, pero una vez fui a uno. Era un mitin un poco especial, por el cincuentenario de la Revolución del 34 en Asturias, y en el teatro de Gijón en que se celebraba no cabía un alma. Después de algún líder minero y algún líder jornalero andaluz (como Sánchez Gordillo, el alcalde de Marinaleda), que calentaron el ambiente vociferando, subió al escenario acompañada por una mujer una ancianita casi ciega que, agarrada al atril, comenzó a hablar quedamente, consiguiendo a los pocos segundos un silencio absoluto y una emocionante admiración de todos los presentes. Lo que dijo era cabal, contundente, agudo, riguroso. Cuando acabó de hablar, al auditorio, ensimismado, le costó reaccionar hasta que estalló en un aplauso prolongado y unánime. Era Federica Montseny, líder anarquista y exministra de Sanidad de la Segunda República.
Su fortaleza, su valentía, su inteligencia, me recuerdan las de muchas otras mujeres que, hace 80 años, unas veces luchando por sus ideas y siempre luchando por sus familias, consiguieron con piedad, con amor, con coraje, que este país violento no se desangrara del todo y que sobreviviera a una guerra fratricida y a una postguerra de desolación y hambre. Pocas mujeres tuvieron entonces papeles de relevancia política, hacía poco que habían conquistado sus derechos plenamente, pero detrás de los muertos en el frente, a menudo viudas o huérfanas, casi siempre solas, hicieron lo indecible por salvar a los niños de esa barbarie y consiguieron que pasado el tiempo nosotros estemos aquí.
Como mi abuela. Su marido, un ferroviario de la Compañía del Norte, fue fusilado en agosto del 36 por el terrible delito de pertenecer a la UGT. Ser viuda de fusilado de guerra con 28 años y cuatro niñas, una de ellas de meses, no auguraba en absoluto que la familia saliera adelante. Mi abuela lo consiguió. Su casa, la Casa Vieja, con su precioso almendro en el patio, fue el eje de toda nuestra infancia. A los nietos mayores nos enseñó a leer y a rezar, porque para ella no era en absoluto contradictorio tener una hija llamada Libertad y a la vez practicar un catolicismo nada santurrón. En las primeras elecciones de la Transición yo todavía no pude votar, pero recuerdo en la cola para votar a algunas mujeres de pelo blanco, como mi abuela, que sostenían con orgullo un sobre algo arrugado por los nervios, en el que quizá una papeleta volvía a nombrar un partido de su juventud. Después de todo, ellas seguían ahí. Así que, ahora que nos miran desde las estrellas, démosles gracias por todo lo que somos.



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