No me gustan los mítines, pero una vez
fui a uno. Era un mitin un poco especial, por el cincuentenario de la Revolución
del 34 en Asturias, y en el teatro de Gijón en que se celebraba no cabía un
alma. Después de algún líder minero y algún líder jornalero andaluz (como Sánchez
Gordillo, el alcalde de Marinaleda), que calentaron el ambiente vociferando,
subió al escenario acompañada por una mujer una ancianita casi ciega que,
agarrada al atril, comenzó a hablar quedamente, consiguiendo a los pocos
segundos un silencio absoluto y una emocionante admiración de todos los
presentes. Lo que dijo era cabal, contundente, agudo, riguroso. Cuando acabó de
hablar, al auditorio, ensimismado, le costó reaccionar hasta que estalló en un
aplauso prolongado y unánime. Era Federica Montseny, líder anarquista y
exministra de Sanidad de la Segunda República.
Su fortaleza, su valentía, su inteligencia,
me recuerdan las de muchas otras mujeres que, hace 80 años, unas veces luchando
por sus ideas y siempre luchando por sus familias, consiguieron con piedad, con
amor, con coraje, que este país violento no se desangrara del todo y que
sobreviviera a una guerra fratricida y a una postguerra de desolación y hambre.
Pocas mujeres tuvieron entonces papeles de relevancia política, hacía poco que
habían conquistado sus derechos plenamente, pero detrás de los muertos en el
frente, a menudo viudas o huérfanas, casi siempre solas, hicieron lo indecible
por salvar a los niños de esa barbarie y consiguieron que pasado el tiempo
nosotros estemos aquí.
Como mi abuela. Su marido, un ferroviario de
la Compañía del Norte, fue fusilado en agosto del 36 por el terrible delito de
pertenecer a la UGT. Ser viuda de fusilado de guerra con 28 años y cuatro
niñas, una de ellas de meses, no auguraba en absoluto que la familia saliera
adelante. Mi abuela lo consiguió. Su casa, la Casa Vieja, con su precioso
almendro en el patio, fue el eje de toda nuestra infancia. A los nietos mayores
nos enseñó a leer y a rezar, porque para ella no era en absoluto contradictorio
tener una hija llamada Libertad y a la vez practicar un catolicismo nada
santurrón. En las primeras elecciones de la Transición yo todavía no pude
votar, pero recuerdo en la cola para votar a algunas mujeres de pelo blanco,
como mi abuela, que sostenían con orgullo un sobre algo arrugado por los
nervios, en el que quizá una papeleta volvía a nombrar un partido de su
juventud. Después de todo, ellas seguían ahí. Así que, ahora que nos miran
desde las estrellas, démosles gracias por todo lo que somos.
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